domingo, 19 de abril de 2009

Verguenza ajena

Margarita Cordero

jueves 16 de abril

A las 10.49 de la noche de este jueves 16 de abril de 2009, escucho desde la habitación que he convertido en oficina-refugio, el eco cercano del televisor. Mi entrañable hijo Nassef persiste en no perderse los “debates” de la Asamblea Revisora; primero, pienso, porque es un enfermizo abogado constitucionalista y, segundo, estoy segura, porque su capacidad de tolerancia intelectual es envidiable, por lo menos para mi.

Yo veía CSI New York, mi segunda serie televisiva favorita, cuando él, como en si en ello le fuera la vida, abrió la puerta del apartamento y casi me conminó a cambiar de canal. Puesto el 4 lo acompañé durante un momento, pasando de golpe de la simulación de la realidad a la realidad de la simulación de unos asambleístas que convirtieron el salón de los debates constitucionales en escenario de su fariseísmo.

Y no es que me hiciera expectativas respecto a que estos santos varones y algunas pocas virginales mujeres fueran a impugnar el ya famoso –dijeron algunos que “histórico”— artículo 30 del proyecto de reforma constitucional sometido por el presidente Leonel Fernández, que constitucionaliza la defensa de la vida desde el momento de la concepción hasta la muerte natural (¿dónde entran los muertos de las ejecuciones extrajudiciales y los neonatos de la pobreza?)
Hace mucho tiempo que hice conciencia del país en el cual vivo, y todos los días, cuando abro los ojos a la madrugada, me inyecto en el ánimo una dosis poderosamente narcótica contra el asombro. Ergo, no voy a morirme de espanto.

De lo que sí posiblemente muera es de vergüenza ajena, sobre todo porque no estoy en edad de recoger mis bártulos y emigrar. Yendo y viniendo entre mi computadora y el televisor, escuché frases sueltas, algunas intervenciones casi completas, o simplemente el nombre del legislador o legisladora a los que me negué a prestar atención por insoportablemente falsos. Me dieron ganas de que la tierra me tragara... democráticamente, desde luego.

De haber encendido antes el televisor y no haberme complacido en la trama de CSI New York, hubiera podido escuchar a Minou Tavares Mirabal, a Víctor Terrero o Magda Rodríguez, si es que todos hablaron, lo que ignoro, y el sonrojo de la vergüenza hubiera cedido ante el sonrojo de la visceral emoción ciudadana. Pero no lo hice. Así que me tocó, con la excepción del diputado por Boca Chica, escuchar retazos de posiciones que, lo reitero, me llenan de vergüenza.

Y mato el gallo en la funda a los que crean que sangro por la herida infligida a esta hora de la noche por lo que presumo un hecho, es decir, la aprobación del articulo 30 del proyecto de

Constitución leonelista. Lo digo en voz tan alta que nadie puede decir que no me escucha: me avergüenzan los legisladores partidarios de la permanencia de este artículo no porque sostienen una posición contraria a la mía en el tema del derecho a decidir de las mujeres, sino por eso que incluso muchos defensores del artículo 30, asqueados ellos también, llamaron tan justamente TEATRO.

Me pongo clara. Me hace regurgitar escuchar a algunos de nuestros “asambleístas”, herederos político-ideológicos de Joaquín Balaguer, hablar del derecho a la vida, en olvido voluntario –que es el peor de los olvidos— de que los gobiernos de su mentor, pese al sistema de complicidades sociales que nos arropa, pasaron a la historia como sistemáticos quebrantadores del derecho a la vida de generaciones completas. Amín Abel Hasbún, baste su ejemplo, era más brillante que cualquier cigoto, y los reformistas lo dejaron tendido en una escalera, con un tiro en la nuca, y por sobre su cadáver hicieron pasar a Mirna, su mujer embarazada de casi nueve meses. Malditos, como les dijo ese día, en un editorial memorable, el poeta y periodista Freddy Gatón Arce.

También me retuercen los intestinos los legisladores del Partido Revolucionario Dominicano que, en bloque, decidieron refrendar la propuesta del Ejecutivo para tener que oír después a un peledeísta confesar su alegría de que fueran precisamente los blancos quienes reivindicaran al presidente Leonel Fernández del “error” de haber enmendado el Código Penal porque endurecía la penalización del aborto.

Los perredeístas, que desesperadamente intentan reconstruir los lazos rotos con los sectores más progresistas de la Internacional Socialista (no con los nacionales, que les han dado la espalda y frente a los cuales no tienen estrategia de reconquista), que buscan relegitimarse (¿oportunistamente?) en el plano internacional haciendo profesión de fe socialdemócrata, adhieren sin embargo en el país las posiciones sociales más retrógadas por puro (y equivocado, apuesto peso a morisqueta) cálculo político, sin parar mientes en que las matemáticas poco tienen que ver con la decisión de la gente.

Pero no es este fingimiento oportunista el peor espectáculo que los perredeístas pudieron ofrecer esta noche del 16 de abril. Uno de los miembros del bloque, cuyo nombre me importa un comino, proclamó como si fuera motivo de orgullo que ahora la Iglesia católica sabe que el PRD votó a favor de la “vida” y contra el aborto. Dudo que tenga la inteligencia suficiente para saber que podía estar haciendo una operación de suma cero, porque en la República Dominicana abortan anualmente más de cien mil mujeres, que con toda seguidad no son todas militantes católicas.

A nadie sorprendo (solo los voluntaria y perversamente carentes de información podrían hacerse los suecos) cuando digo que desde 1978, y con la excepción de 1990, he votado blanco. Pero de ahora en adelante, que el PRD no cuente con mi voto. Me respeto como ciudadana, y mi sufragio se niega a entrar en la tómbola que –según uno de sus legisladores— el PRD agitará sumisamente frente a los despectivos ojos cardenalicios para tratar inutilmente de ganar un favor que los peredeístas–de inteligencia incompetente— no saben que les está negado por otras múltiples e insuperables razones.

Y aunque no me consuela, porque me aferro como posesa a la idea de una sociedad transparente y responsable en todos los ámbitos, confieso que el espectáculo de esta noche, rastreramente hipócrita, tampoco me quita el sueño. Lamento, eso sí, que las mujeres que no dejarán de abortar lo sigan haciendo en condiciones precarias (menos las ricas y las amantes de muchos de los que hoy hablaron, of course), y que los médicos obstetras enfrentados a la disyuntiva de elegir entre la vida de la madre y la del feto inviable lo hagan preocupados por la posibilidad, que me atrevo a presumir remota, de que aparezca un cazador de brujas.

El mensaje de esta noche fue el de cambiar las apariencias constitucionalizando la defensa de la “vida” para que todo siga igual, sobre todo porque mayo de 2010 está cerca, y en la mentalidad de mime de la generalidad de nuestros políticos esa cercanía obliga a la concesión de cualquier naturaleza y laya. Y eso, perdonen no solo la molestia sino la vulgaridad, es lo que me jode: ver esta hipocresía que nos deforma, que nos condena a mordernos la cola, que nos atrapa en un círculo vicioso de ilegitimidades, que nos perpetua como sociedad que se cubre los ojos para que no la ciegue el futuro.

(Acaba de terminar la sesión de la Asamblea sin decisión sobre el artículo 30. Los trabajos se reanudarán el martes, pero no me hago ilusiones y envío este artículo sabiendo que la hipocresía no se convertirá en responsabilidad moral por arte de birlibirloque)

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